lunes, 29 de agosto de 2011

ÁSTOR PIAZZOLLA O LA REVOLUCIÓN EN EL TANGO

Escribe Walter Ernesto Celina


Nacido Ástor Piazzolla en la ciudad atlántica de Mar del Plata (provincia de Buenos Aires), transitaría hoy los 90 años.
Su genio musical vive con intensidad, mostrándolo como un gran maestro, artífice de una nueva esencia tanguera. Fue en 1992 que simuló enfundar su bandoneón, para convertirse en sustancia íntima de la mega ciudad.
Hijo de inmigrante, él también lo fue. Residió en Estados Unidos hasta los 14 años (1922-1936). Allá, un amado Nonino puso sobre sus flacas piernas el instrumento de pliegues.
Por designio paterno debía amigarse con Mozart. Tan alto mandato lo cumplió a su modo. Mancomunó alma y pentagrama y dominó la técnica del acordeón germano-platense.
Atrapó la vivacidad y tristeza que impregnaba las melodías negras neoyorkinas. Frecuentó en el país lejano a Carlos Gardel. Lo miró y escuchó. Al descubrirlo, captó las multifacéticas aristas del tango. En 1934 le bastó ser pibe para integrar el elenco de “El día que me quieras”. En 1939, con 18 años -de los de antes-, es llamado a la fila de fuelles de Aníbal Troilo.
Su genio contó con la mano de Pichuco, fuelle sensible y transmisor de las células madre de las mejores guardias del género.
En Ástor nada de lo humano le fue ajeno. En la música, nada le resultó extraño.
Creció para transformarse en un depositario fiel del legado de Eduardo Arolas. Enalteció los sonidos más bonitos de la prosapia arrabalera. Su instrumento le confirió corte clásico a la vibración perfumada de las orillas.
Por consecuencia, al evolucionar, impactó. Y revolucionó. Como pocos, pudo haber dicho ¡Fui, vine, vencí!
En 1944 se aleja de la orquesta de Aníbal Troilo y construye una agrupación propia.
En forma subterránea numerosos líricos estaban amasando un tango de refinamiento intrépido. Él era uno más en el final centelleante del alumbramiento. En ese núcleo sobresalían talentos. Osvaldo Pugliese, con su hoja de ruta impar; Horacio Salgán, sabio superviviente; Enrique Mario Francini, Emilio Balcarce, José Bragato, Osvaldo Tarantino… Cantantes y poetas (mujeres brillantes), compositores e instrumentistas. Una horneada impar.
Piazzolla, músico con todas las letras, en 1953 concursa y parte hacia Francia.
Al retorno, convulsiona con el “Octeto Buenos Aires”. Entusiasmo y perplejidad. Debate e intolerancia.
Sobre el escenario mayor Ástor Piazzolla con su bandoneón. Está rodeado por los cruzados de la primera selección: Enrique Mario Francini y Hugo Baralis, violines; Atilio Stampone, piano; los bandoneones de Roberto Pansera y Leopoldo Federico (reemplazante); Horacio Malvicino, guitarra eléctrica; José Bragatto, violoncello; Aldo Nicolini y Juan Vasallo (reemplazante), bajos.
Es de recordar el pleito cuando los vanguardistas pisan Montevideo. El Club de la Guardia Nueva era filopiazzoliano, con pocas excepciones.
La claridad no llegaba a la masa tanguera. Existía una confusión pesimista. Algo así como si un ateo flotara casi perdido en la tormenta (evoco una pieza con letra resistente), con un chaleco de agnóstico… Sonaba a herejía abdicar del pasado. Más, era difícil rehuir al desafío. Por ahí me ubicaba yo.
La tendencia predisponía a muchos a apreciar como antitético, lo que no lo era.
Podía percibirse que algo de lo más reciente chirriaba con lo viejo, rutinario y escasamente bello; sin embargo, no era admisible despojarse de los aromas vitales del gardelismo, ni de los compases viriles, enérgicos o románticos que iban y venían, entrelazados por los Canaro, Biaggi, Laurentz, Lomutto, De Caro, Firpo, De Ángelis, Fresedo, Di Sarli, lo que concluía en la obra integral de Troilo y con el embrujo de Don Osvaldo marcando la gloriosa “Yumba”.
En la margen oriental, Pichuco ofició, en rigor, como el primer introductor de Piazzolla: “Triunfal”, “Lo que vendrá”, “Prepárense”… ¡Eran himnos precursores!
El argentino Dr. Luis A. Sierra -analista musicológico y visitante asiduo del club modernista liderado por Horacio Arturo Ferrer-, sostenía que había sido una “engorrosa aventura de adivinación” saber cuál era la orientación del trabajo del hijo de Nonino. Se apoyó en una concluyente afirmación de Piazzolla: “…Si bien no es tango, traduce el espíritu de la ciudad porteña de nuestro tiempo”.
Surgía una transfiguración de antiguos sentimientos, ahora sobrevolando y picoteando la urbe reductora del hombre.
La discusión tuvo mucho de precipitada, pasional y bizantina. Obvio, ya está sepultada: la sensibilidad agudiza los oídos y estos precisan del conocimiento musical.
Ástor Piazzolla, amistoso con los uruguayos, disfrutaba de los silencios costeros y del mar calmo; bravucón en la punta esteña.
En Maldonado se confesó y opinó. Creatividad: “Estoy comenzando una nueva etapa”. Exploración del instrumento: “Después de tanto tiempo he descubierto en el bandoneón nuevas posibilidades”. Jóvenes: “No saben cuando escuchan conjuntos como los Beatles, los Rolling Stones o Pink Floyd, que todos ellos han estudiado música”.
El hombre del Octeto devino a la forma Quinteto, la de su preferencia. Su carrera conoció cruces con personajes como Hermeto Pascoal, Gary Burton, Gerry Mulligan. Su consola era visitada por Brahms, Mozart, Schumann, Bartok, Ravel, Nono, Stockhausen y, preferentemente, por Stravinsky.
Con Ástor Piazzolla la música que bailaron mujeres vestidas de percal se trasmuta. Su armonía tangófila renueva emociones e predispone al éxtasis. Se hace acerada, a veces. Es, siempre, penetrante y hermosa. Como mujer envuelta en los giros del percal.-




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